
La resaca del día anterior me hacia sentir las ganas inmensas de respirar aire fresco, desintoxicarme del tabaco fiestero, y decidí ir a la playa. Era verano, tome la Lianco, tome el olor a bronceador, a frutas de la estación, a panes con chancho para que el niño no pase hambre y sentí el calor de quienes esperan escapar del sol, con ese evento social que es ir a la playa “El Faro”.
La verdad es que la idea era tomar aire marino, no broncearse, no bañarse, aunque vestía el uniforme playero adolescente, la idea era solo cumplir mi misión: ir a buscar a mi abuela a la casa de una amiga cuica y traerla a casa sana y salva.
Toque el timbre y vi un montón de señora degustando pastelitos, mi abuela me salvo de entrar y salio de inmediato, me conoce. Decidimos cruzar a la playa un rato para aprovechar la tarde.
Ella puso una toalla que traía y se acostó en la arena: “yo venía cuando chica para acá” dijo rompiendo el silencio, “lo de atrás era puras parcelas, puras como cañas que había que cruzar para encontrase con el mar”, regalando un fragmento de memoria serenense. Confirmo, mirándome, si su relato me interesaba y continuo: “El Faro era otro porque una vez se salio el mar” dude de sus palabras, pero sus datos certeros no dejaban dudas. A veces no se acuerda de su teléfono o de su RUT, pero si se trata de la niñez, la precisión, la lucidez, es increíble.
Me fui a bañar pensando en todas las historias que había vivido frente a ese mar, lugar de encuentro de La Serena de principios del siglo pasado.
“Hay bandera roja mijito, cuidado, grito” y era verdad, y es que la marea del faro es tan peligrosa que todo el sector flamean banderas rojas, como si fueran días de revolución, esas que mi abuela vivió durante los 60 y 70 con todo el recelo de su inocencia conservadora.
Cuando volví tenia los pies metido en la arena y jugueteaba como una niña, y esa playa popular donde el Reggeton luchaba contra el sonido de las olas reventándose, se convertía en el escenario de sus recuerdos, algunos se los guardaba, otros se le escapaban, para compartirlos conmigo, como una vez que lloro todo un día por ver una gaviota muerta o cuando, con su hermano, se metieron mas allá de la ola de chocolate y de una fueron arroja

Antes de irnos caminamos por la orilla del mar, para lavar los recuerdos tristes y refrescar los felices, se mojo los pies y ponía cara de sorpresa ante la helada marea.
Y se reía, y se fue contenta, como cuando chica.
Dedicado a Ida